Fuera metralletas

Durante un tiempo parecía obligado pensar que si tus fotos no eran buenas al menos servían para documentar los años de tu vida en la calle. Se tiraba con cámaras analógicas, la película valía un dinero, el revelado también y se disparaba lo justo o sólo un poco más. En días de poca actividad un carrete duraba semanas puesto en la cámara.
Algún fotógrafo brutal de entonces podía decirte: ‘He vuelto del Rocío con tres mil negativos‘ y te quedabas pasmado, pensando en lo bueno que había que ser para darle tanto al gatillo (y en el pastizal que se había gastado). La cosa se equilibró el día que supe que HCB usaba muy poca película, que se tiraba días enteros sin apretar el disparador, que a menudo se encontraban en el mismo rollo dos o tres fotos de las que todos conocemos. Empecé a pensar que no era necesario ametrallar a la gente, que había que disparar lo justo, especialmente cuando sabes que la primera foto de la serie suele ser la buena, la que mejor representa tu reacción ante lo que viste.

Con lo digital la duda se ha resuelto a favor de los ametrallamientos: disparar sale gratis y hasta las cámaras más sencillas poseen funciones multidisparo. La última es que también se puede grabar vídeo en alta definición con ellas y Canon ha enseñado en la última Photokina un prototipo que sólo filma y el fotógrafo escoge la imagen después. Lo digo abiertamente: no me interesa nada ese desarrollo de la fotografía, una imagen en dos dimensiones debe ser compuesta (encuadrada) desde el principio, sin confiar en que el azar depare más tarde -mientras revisamos el vídeo- otras opciones. Claro que ese ‘más tarde‘ es simplemente una gracia y un tributo con más voluntad que convicción. Puertas al campo.

No hace mucho veía un documental sobre las revueltas estudiantiles en Irán tras las últimas elecciones. Y su brutal represión, claro, por los sicarios de Ajmanideyad, peligroso político con cara de cabrero taimado. Las mejores imágenes de aquel documental provenían de los teléfonos móviles de los propios estudiantes, imágenes quietas y en movimiento.
En otras palabras: el mundo se está documentando como nunca antes se ha hecho. Pase lo que pase se están disparando centenares, tal vez miles de cámaras digitales pegadas a un teléfono. Con que sólo se salve el diez por ciento de lo que se dispara vamos más que cumplidos.

Ayer, día de los Difuntos, subí al cementerio con una cámara discreta, como hago cada año que me pilla la fecha en el pueblo. La situación no depara fotos espectaculares ni demasiado elocuentes pero es un material acumulable que -piensa uno- algún día puede adquirir sentido. El día estaba bueno, soleado y azulón, y los turistas agobiaban las plazas y callejuelas. Todos llevaban cámaras digitales de esos modelos super-zoom que las grandes marcas han puesto a la venta por menos de mil euros. Todos fotografían las mismas cosas, lo previsible, lo que creen haber mirado antes que nadie o esa otra manía -tan humana por otro lado- del ‘yo estuve aquí‘. Por suerte es una actividad inocente e inocua que no daña los monumentos, de las pocas que hacemos que pueden lucir tales calificativos.

¿Documentar la realidad? ¿Qué realidad? Una buena foto la hace cualquiera. Como decía un fotógrafo de Cuenca del que yo hacía broma cuando era joven e insolente, ‘eso es estar allí’. Ahora hay gente con sus cañones y móviles ametrallando todos los ‘allí‘ posibles. Pasemos a otra cosa.