Toda la vergüenza del mundo

 

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La foto que ilustra esta entrada resume toda la vergüenza que un ser humano puede sentir. La historia es conocida pues apareció en la prensa hace unas semanas: una niña levanta los brazos en señal de rendición ante el teleobjetivo de un fotógrafo, que toma por un arma. Le han enseñado a hacerlo, una niña tan pequeña no puede hacer ese gesto universal de modo espontáneo. Por esa vez salvó la vida pues el disparo de los fotógrafos no mata de primeras, necesita otros ingredientes para causar daño.

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El ejército alemán cometió las mayores barbaridades cuando invadió la Unión Soviética. Violó y asesinó, deportó o ejecutó judíos sobre el terreno, asoló ciudades y practicó una política de tierra quemada. Su mala costumbre de bombardear población civil para ablandar a los soldados que luchaban en el frente tuvo réplica más tarde en el bombardeo de ciudades alemanas, algunas hasta la desaparición casi total.

Sin embargo fue el Ejército Rojo el que desbordó la taza de los horrores. Puede decirse que la violación de mujeres alemanas, desde niñas a ancianas, no dependió tanto de los hábitos depravados de la tropa cuanto de un programa llevado a cabo con la sinrazón implacable del fanatismo. Se ignora el número de mujeres violadas que alumbraron criaturas fruto del horror pero hay cálculos que causan espanto. Ni los oficiales ni el personal sanitario estaban por impedir aquellas violaciones masivas que podían terminar con el desgarro interno de la mujer violada al introducirle una botella en la vagina, agotadas las fuerzas de los violadores. Algunas pedían a gritos la muerte pero los soldados del Ejército Rojo no mataban mujeres –eso decían–, al contrario que los alemanes.

No hay que hablar de los niños varones, considerados embriones de las SS a los que era mejor destruir antes de que tuvieran la tentación de invadir la Unión Soviética de nuevo. Por anotaciones en los diarios de campaña de algunos soldados más compasivos sabemos de casos de niñas, como la que aparece rindiéndose en la foto de arriba, que fueron literalmente reventadas por una docena de soldados.

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Ilyá Ehrenburg, tan famoso en España por el Congreso de Escritores Antifascistas de 1937 y amigo de Rafael Alberti, fue a través de sus escritos y arengas a la tropa uno de los justificadores de las violaciones y asesinatos. Criticarlo suponía delito de lesa traición, tan grave como manifestar compasión por el enemigo. La obsesión criminal de Ehrenburg se justificaba en la necesidad de quebrar el orgullo racial y contaminarlo (sic). Qué peligrosa puede ser la escritura en las manos inadecuadas, qué pistola cargada de terror y espanto.

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Ni Beauvoir ni Sartre han sido santos de mi devoción, especialmente la primera y no por su militancia feminista sino por lo manipuladora, ventajista y calumniadora que podía llegar a ser. Como dije en anterior entrada, Camus la detestaba pese a su amistad –más tarde rota– con Sartre. La ironía, más común en la vida de lo que pueda pensarse, hizo que se despertase cierta mañana, tras una noche de excesos alcohólicos, en brazos de su odiado Koestler, feroz anticomunista, en cuya persecución estaba seriamente empleada. Es una de esas escenas que hubiera sido graciosa de presenciar. No por Koestler, a quien –si has leído sus obras–, no cabe imaginar con sentimientos de venganza sino más bien azorado, cuanto por la siempre suficiente –cuello estirado– Beauvoir: de haber tenido costumbre de ducharse debió pasar varias horas bajo el grifo, frotando recio con estropajo, a ver si despegaba la mugre anticomunista.