El Prado sin café

 

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Hay más bobos simples que florecillas silvestres en primavera aunque el peligro no suele venir tanto de ellos como del bobo con mala baba. De ese cuídate mucho.

El mismo que dice, sotto voce, que Cortés quemó sus naves porque tenía un submarino escondido. El que tuerce el gesto cuando lee que Picasso fue un gran relaciones públicas, un interesante estudioso del arte, un pintor de superficie y una mala persona.

Han leído que Eliot fue conservador y católico y de ello deducen que se puede ser un gran artista al tiempo que un malvado. Interesante equiparación propia de quienes poco saben del arte y todavía menos de la naturaleza humana.

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Los que aplauden la exposición de obras de Picasso en la sala de Tiziano y sus herederos son los mismos que se escandalizan porque en el teatro arrojen basura a los espectadores o les zumben la cabeza con 550 decibelios entre columnas que estaban allí cuando Eurípides todavía formaba parte de la actualidad. O casi peor: que salgan Víctor Manuel y Ana Belén, tremendos exiliados.

Los muñecotes de Picasso, tan superficiales y anti-humanistas, son a Tiziano lo que Sabina a Schubert. Tienen su lugar, su espacio, pero no es el museo ni la sala de conciertos, lugares tan sacros para los amantes del arte y la música como las catedrales para el creyente. Picasso está bien en esos almacenes que llaman museos de lo contemporáneo (quieren decir de lo moderno) y Sabina por las plazas de los pueblos. Hay algo bastante anómalo –y diría que perverso– cuando se invierten los papeles.

Pero no es casual ni fruto de ideas estéticas, aunque vendan esto último, sino el resultado de la injerencia política en lo sagrado. El museo como lugar de culto y respeto espanta, tanto que lleva sufriendo agresiones muy graves durante los últimos cien años: se estimula a los curadores para que provoquen noticias y nada mejor que ponerse a remover atribuciones. Va una y dice que El Coloso no es de Goya (que diga quién es ese pintor tan excepcional del que no teníamos noticia) y se forma el taco. Puede que el cuadro termine en el almacén –ya habrá otro que lo recupere– pero no es lo que importa.

Cómo no echar de menos los tiempos en los que nadie se sentía disminuido por no tener opinión sobre el arte y sus asuntos, y los museos se limitaban a exponer con buenas maneras las grandes obras, dignas de todo respeto y veneración. El buen director se dedicaba a sus asuntos, mayormente escribir, y el personal a mantener limpias las salas y bajar el tono de la gente ruidosa.

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Tiempo de espectáculos, de mezclas imposibles, de comistrajos decorados, de paspartús; de manadas de niños indolentes obligados a aburrirse y con permiso para molestar y pegar berridos llegado el caso. De grupos que podrían ser contratados con mucho éxito por los antidisturbios para hacer de barrera: capaces serían de parar un tren, prietos los codos y vista al frente.

Aquel Prado sin cafetería al que se iba comido, bebido y con las demás necesidades corporales resueltas, qué maravilla. Pero qué hacer si hasta Ratzinger lamentaba el abandono de la tradición en las iglesias y, amante de la belleza y su influencia benéfica en las almas, pedía –sin decirlo– que se callaran los de las guitarricas y volviese el gregoriano. Un imposible.

Lamentable que el espectáculo pase por mezclar (¿maridar?) a Tiziano con Picasso pero más lamentable todavía que, en nombre de la diversión, la extravagancia o el derecho a decidir, haya personas que aplaudan. Es diver, cool y –sobre todo– muy práctico para los agentes de cambio y bolsa.