Con el aire limpio

 

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No sé cómo puede pintar en el museo con gente alrededor y curiosos que pretenden conversar. Yo no podría, no aguanto a nadie en el estudio. Necesito estar en soledad completa. Sólo tolero la música que me gusta y tengo tan oída que ya no le presto atención. Una especie de ruido de fondo, agradable y previsible como el pez de Matisse.

En el campo tampoco. Es la forma más segura de que no pueda trabajar: si aparece alguien lo dejo. Pero hace muchos años no supe dejarlo y me cargué un apunte, que iba muy bien, por causa de uno de esos curiosos.

Era una mañana con el aire tan limpio que te sentías espíritu puro. En el comienzo de la calleja, enfrente, se elevaban los eucaliptos que servían de borde al camino de San Agustín. Detrás un celaje de opalina y blanco, comestible. Hoy aquellos árboles están todos muertos por culpa de los nidos de cigüeña que los ocupaban. Terminaron matándolos.

El eucalipto es una especie repudiada pero puede formar grupos muy interesantes de pintar por la cadencia que adopta el ramaje. Cierto que hay que mirarlos desde alguna distancia para que la especie, el detalle, no altere las posibilidades. El tipo de belleza a la que no conviene acercarse para no sufrir desengaño. Estaba yo embebido en que no se escapara la luz, en hacer algo con aquel trozo del mundo, cuando paró un coche en la cercana carretera, que bajaba el puertecillo por un trazado distinto al actual. Se abrió la puerta y un conocido de vista, como si acabara de encontrarse con Goya o Van Gogh, se vino para mí con mucha amistad y entusiasmo. Por culpa de la cortesía no le di el bufido de costumbre, pensando que la frialdad bastaría para alejarlo. Pero no, el tipo se sentó sobre la valla de piedra que estaba a mi espalda y comenzó a hablar solo, pero dirigiéndose a mí, como chicharra incansable. Solté un momento paleta y pinceles, le disparé unas cuantas miradas furiosas pero no era humano: era el hombre de acero. Decidí seguir sin hacerle caso y pensando en todas las posibilidades que la ocasión brindaba para asesinarlo sin dejar huella. Maquiné si sería posible clavarle un pincel en el corazón o seccionarle la aorta con la espátula de limpiar la paleta. Tantas vueltas le di al crimen que no pensé en lo que hacía con las manos y arruiné en media hora el trabajo de dos. Más cabreado que un mono cogí la tablilla entelada, la tiré al suelo y con el pie la restregué contra la hierba para borrar lo hecho. Sólo entonces, mirándome con lástima al pensar –seguramente– que yo era un loco furioso, decidió que estaba de más y se marchó.

Desde aquel incidente prefiero recoger los bártulos y marcharme. Lo que no se puede hacer es mejor que sea imposible.

*

Vuelta el amigo a animarme para que exponga. Tengo que explicarle que sólo he ganado dinero con la pintura cuando vendía en casa a clientes que buscaba o me buscaban. Todavía tenía el estudio en Madrid y en aquellos años era más sencillo. Mientras tuve marchand o galerista trabajé por nada, por el sustento y los materiales.

Se nos vendía como éxito entrar en el staff de una galería importante. Te hacían un contrato que, según un cuñado de entonces que era abogado, valía lo que un papel mojado: uno de esos contratos que la gente de leyes llama leonino porque tú te obligas a todo y la otra parte no se obliga a nada. Recibías un sueldecito para ir tirando y entregabas toda tu producción a cambio. Toda, hasta los papeles que tirabas al suelo. De tiempo en tiempo había inspección general y requisa de aquellas obras que pensabas guardar para usarlas de referencia y continuar. También caían.

No sabías quién compraba tus obras. Tampoco te daban fotos y, si de algunos cuadros o dibujos las hacías tú mismo, estabas tan liado en otras ocasiones o se llevaban las obras tan deprisa, que las fotos quedaban en el aire, en un ya se harán que nunca llegaba.

Viví esos años en los que tener un contrato era la envidia de tu generación, los otros estaban mucho peor, pero cuando murió mi galerista la heredera decidió que ya no pagaba sueldos. Para los jóvenes fue el tiro de gracia. En mi caso suponía el único ingreso. Con los ahorros estirados pude pintar una exposición entera y cambiar de horizonte. No fue mal, tampoco muy bien por la novedad de lo que enseñaba, y cuando liquidamos cuentas tras el cierre faltaban dos obras. Una se la habían regalado a un crítico influyente y la otra se había extraviado. En ambos casos era yo quien pagaba la juerga. Pedí, y no cayó muy bien, que la próxima vez que hubiera que sobornar a un crítico me dejaran hacerlo en persona, al menos para ver la cara que se pone en tales casos. Son situaciones que me fascinan por la riqueza de contenido humano y lo que se prestan al peliculeo. Tanto que, en otro orden de cosas, no paré hasta que un conocido dedicado al urbanismo me explicó con detalle cómo entregaba los maletines, en su caso cajas de zapatos.

Más tarde hubo otra galería que decidió lanzarme a las estrellas. Esa se llevaba el sesenta y seis por ciento (las otras se conformaban con el cincuenta). Con ese porcentaje podías tocar la fama, darle unas vueltas alrededor y volver a la tierra, todo seguido y sin bocadillo. Pero si Tapies llegaba hasta el setenta por ciento, cómo un piojoso iba a abrir la boca para protestar. Amén.

Así fue yendo la cosa hasta que un galerista italiano, de Roma, me robó con ese arte que tienen los de aquella nación para hacer las cosas más tremendas sin despeinarse. Lo hizo tan bien que ni pude acusarle. Has conocido la Roma espesa –me dijo a modo de despedida. Me fui sin obras a Milán, a casa de A., para curarme las heridas. Después a Nantes, a la preciosa casona de EG, lamida por el Loira. Allí superé la crisis, con el buen trato y cuidados de mi buen amigo, muerto poco tiempo más tarde en un accidente de coche. Antes le hice un retrato de cuerpo entero, tamaño natural, del que no conservo fotos ni sé dónde ha terminado.