Rumbo a El Cairo

 

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Leo, no sin estupor dado quien escribe, que la tregua trampa del PCE en 1956 –a la que, pomposamente, llamaron Reconciliación Nacional– es tomada por verosímil. No cabe duda de que, acervo popular, el mejor escribano echa un borrón.

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Al entrar a su casa te recibe un retrato de cuerpo entero, en uniforme, adornado con todas las ´medallas que puedas imaginar. El mayor pecado es lo mal pintado que está pero no eches en saco roto que el uniforme es de una orden inexistente al tiempo que medallas y colgajos son de los que venden en los alrededores de la Plaza Mayor de Madrid, bisutería.

Es tan endiabladamente creativo que no queda otra que contarlo. Siendo ferias y habiendo corridas de toros, quien echaba las crónicas en el periódico de la provincia tuvo que perder una de ellas por asuntos familiares. Encargó al caballero imaginado que, pues entendía de toros, le hiciese el favor de ver la corrida, hacer la crónica y firmarla en su nombre.

Al día siguiente el diario sacaba un espléndido y magistral relato de lo sucedido en el coso aunque hubo un problema: la corrida no se celebró por culpa de las nubes. El periodista se la armó al amigo y nunca más le volvió a dirigir la palabra, algo que al inmenso mitómano le trajo sin cuidado.

El rencor por haber sido engañado reverdecía de tanto en tanto pero no lograba entender el periodista cómo pudo escribir su amigo de antaño tan excelente pieza de periodismo taurino sin ver la corrida, contada con prosa de maestro.

La verdad la supo años más tarde y, como dicen los ingleses, por boca de caballo: el artículo era copia literal de otro firmado por un gran escritor aficionado a los toros, cambiando toreros, toros, plaza y fecha.

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Hay dibujos de pintores y dibujos de escultores. No pertenecen al mismo tipo y, dentro de cada familia, los hay buenos y malos. El escultor busca la forma y, por fuerza, termina en línea. El pintor suele aborrecer cordialmente la línea y busca cómo romperla una y otra vez, quedándose de ella sólo con pequeños trozos a los que llama acentos.

En la inseguridad de la juventud también el pintor se agarra con firmeza a la línea y busca el volumen escultórico. Ha de saber cómo son las cosas y no confiar en los ojos, vale decir en sí mismo. Si se pudiera considerar la representación de lo visible repartida en estadios de la edad cabría decir –no escribo para hacer amigos– que el realismo excesivo corresponde a la inmadurez. Igual que en esta la persona se agarra a todo lo que puede para no tener que pensar por su cuenta pues su cabeza está, todavía, mayormente entrenada a sentir –no es conveniente confundir opinar con pensar: las opiniones pueden tomarse prestadas pero el pensamiento es siempre un acto propio en soledad–, el pintor joven necesita medirlo todo, buscar agentes externos que le permitan tener la seguridad que no tiene. Y es excelente para su formación tanta desconfianza, no querer avanzar ni un paso sin estar seguro de que todos los anteriores están bien dados. Es una etapa de mucho sufrimiento en los artistas y, al tiempo, de grandes batallas, siempre ganadas cuando se tiene un maestro al lado que merezca ese nombre.

El joven atolondrado se tira al papel con el carboncillo en la mano como el loco asoma al precipicio para descubrir, tras el ardor, que las cosas no encajan. Qué dolor y cuánta humillación. Por ello aquel académico que conocía su oficio y sabía transmitirlo ponía al alumno ante el natural y le dejaba solo. Ni una instrucción, nada: dibuja lo que ves. Después de que el alumno firmara y fechara tomaba el dibujo y lo guardaba. Hacía que el aprendiz colocase un papel nuevo y le decía: «Ahora vas a aprender a dibujar». Si el alumno lleva la conversación hacia el terreno del arte, ataja de inmediato: «Esto no es arte sino oficio y, como todo oficio, tiene sus reglas, buenas y malas. Se trata de aprender las buenas». Tiempo más tarde, tal vez años, sacaba aquel primer dibujo y lo ponía junto al último hecho.

Aunque el pintor necesite romper la forma para que entre en ella la luz (la luz de la escultura es siempre un agente externo) no conviene confundirse: en el aparente desdibujo puede estar todo –y de un modo correcto–, o puede esconderse la mano del trilero. Pintores hay que, en manos de escritores, pasan por maestros y cuyo dibujo tiene más fallos que una escopeta de feria.

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Corren tiempos inciertos. Situaciones que parecían haber quedado atrás para siempre vuelven a adueñarse de la actualidad. Puede que vuelvan los garrotazos, enterrados los contendientes hasta las rodillas en el fango.

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Mi primer profesor fumaba un tabaco fuerte y de olor algo fétido que se vendía con la marca Rumbo. Tenía el capricho, siempre que me enviaba al estanco, de entonar un «¡Francisquito, rumbo a El Cairo!»