No hay color

 

Alfred William Parsons (English,1847-1929)

 

El Prado tiene un servicio de fotógrafos muy bueno. Se les puede encargar, previo pago, que tomen para ti una foto del cuadro o fragmento que quieras. No me estoy refiriendo a las reproducciones que se compran en la tienda del museo.

Hace unos años te enviaban una estupenda diapositiva en placa de 4×5 pulgadas, con su escala de color Kodak por si querías imprimirla. Ahora es un archivo digital, un tiff en alta resolución. Tengo entendido que, también previo pago, van a permitir que tome la foto uno mismo en día y horario sin público.

El caso es que hablé con ellos y les encargué una foto, capaz de ofrecer resolución a escala 1:1, del cuadro de Haes «La canal de Mancorbo en los Picos de Europa». Ese mismo archivo lo imprimió un amigo de La Coruña y encoló el papel, siguiendo mis instrucciones, en un dibond. Hice un marco para protegerla y en el estudio la tengo. Es tal lección de pintura paisajística que está siempre castigada contra la pared. De vez en cuando le doy la vuelta, la miro y vuelvo a castigarla porque no me dejaría pintar tranquilo si estuviera siempre a la vista.

Vivo en una casa muy grande para los estándares actuales –ventajas de los pueblos– pero harían falta más metros de pared para aprovechar bien el servicio fotográfico del museo. Se me ocurren tantos fragmentos y cuadros enteros que poner, en una suerte de museo imaginario à la Malraux, que tal vez se me pasaran las ganas de salir de casa. Tiene su peligro, como escuchar música de Bach mientras pintas, porque te hace creer mejor de lo que eres. Con Bach he terminado por encontrar un compromiso: no escucho las pasiones ni las cantatas sino la música de teclado tocada en piano moderno, o las transcripciones para laúd.

En el paraíso siempre hay serpiente. Por muy bien que tomen la foto en el museo, ante el cuadro, hay que corregir el color. No basta con que le pongan la escala Kodak como referencia, el parche gris 18% o midan los grados Kelvin con un termocolorímetro. El color real del cuadro sólo aparecería bajo una luz totalmente neutra, algo que no existe.

Nuestro cerebro es muy certero eliminando las dominantes que aporta la luz ambiente y devolviendo al color contemplado su croma, valor y temperatura exactos. Vas al museo y ese excelente corrector de color que traes de nacimiento se pone a trabajar. Da igual que la luz sea fría o cálida porque vas a ver los colores con los ojos del pintor.

La cámara es un instrumento eficiente pero tonto y no puede hacer eso: de puro eficiente va a incluir en la toma las dominantes cromáticas de la luz que ilumina la obra. Y cuando veas el resultado vas a pensar que se han pasado con los amarillos, los rojos o los azules.

Por eso hay que corregir la imagen antes de enviarla al impresor. No va a ser exactamente el colorido del cuadro pero se puede dejar muy próximo a él. Esto ahora es un juego de niños con la informática aplicada pero hace cuarenta años marcaba la diferencia entre un impresor bueno y otro malo.

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Picasso comprendió muy pronto que entrábamos en la era del color reproducido en los medios de masas. Seguramente fue algo aprendido de su amigo Albert Skira, un gran editor de libros de arte cuyas reproducciones –aunque no tuvieran demasiado que ver con el cuadro– siempre estaban bien conseguidas y equilibradas. Picasso tiró por la calle del medio: para poca salud, ninguna. Lo explico.

Un amarillo puro es más fácil de reproducir que un amarillo matizado. Hablando claro: buena parte de los matices se volatiliza en el proceso de reproducción. Y esa es la razón por la que los cuadros buenos –desde el punto de vista del color– pierden tanto en las reproducciones mientras que los malos ganan. Si el pintor dispone una paleta básica y utiliza los colores tal y como vienen en el envase o con muy pocas mezclas, las reproducciones de sus cuadros van a ser fáciles de hacer y las desviaciones originadas por la luz ambiente (las dominancias) no van a ser tenidas en cuenta por el espectador. Naturalmente el resultado es mortalmente aburrido, al menos para mí, por basto y escasamente elocuente. Pero hay todas las probabilidades de que esté equivocado. Aunque me intriga por qué Picasso compraba tantos cuadros de Corot, un maestro del matiz, de paleta breve pero rica.

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Una advertencia de Gómez de Liaño, el filósofo, hablando de Giordano Bruno y el Arte de la Memoria: si un hombre pega a un niño en la calle puede que lo recuerdes tiempo más tarde o no. Pero si el hombre es el Papa y va revestido de todos sus atributos seguro que lo recuerdas mientras vivas. Un color puro en el cuadro siempre está pegando trompetazos. Puede ser que el pintor lo haya atemperado colocando otros que lo acompañen y el conjunto resulte armonioso. Pero también puede ocurrir que todos los colores de la obra toquen la trompeta igual de fuerte y con la misma insistencia. En tales casos, si uno no quiere echar la vista a perder, lo mejor es salir huyendo.

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Al homo sovieticus, además de la pasión por el ajedrez, el lago de los cisnes y la espalda recta –gracias a la gimnasia obligatoria– de las muchachas, le debemos el mantenimiento de la formación académica en el dibujo y la pintura. No hay mal que por bien no venga y, tras los escarceos iniciales con el vanguardismo, se impuso mantener las tradiciones.

Tal vez no sea exacto lo de las tradiciones salvo durante la etapa de formación de los artistas pues, tras superar dicha etapa, la dedicación al llamado realismo socialista no ha producido –que yo sepa– obras de mérito.

Roto el perverso sistema comunista, y la obligación de pintar o esculpir al dictado, han ido apareciendo artistas de mucho oficio. Las escuelas de arte norteamericanas que han apostado por conservar el legado de siglos están ahora llenas de profesores rusos y chinos.