Lo perdido por payaso

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‘Lo que te puedes perder’, ‘lo que te has perdido’. Debería entrarte angustia pero sólo importa si tu medio de vida tiene que ver con ello. Da igual que se trate de un libro, el concierto de Periquito o la última obra de Zutanito.

La mayor parte de las cosas que suceden en el resbaladizo terreno de la ‘cultura’ son prescindibles e irrelevantes salvo para quien las hace, familia y amigos.

Es imperdonable que te hayas perdido la presentación de los Cuatro Cuartetos, la aparición de Du côté de Chez Swann, el estreno del Requiem de Fauré y muchas otras cosas que de verdad han modelado tu sensibilidad. Conversaciones con personas que ya no están o no quieres volver a molestar por entender que con la vejez ajena hay que ser muy delicado.

De tus contemporáneos, de la mayoría, da lo mismo si acudes o no salvo que la devoción te obligue. De las obras perdurables que pueden estar haciéndose ahora mismo no vas a tener noticia ni aunque pertenezcas al círculo íntimo o familiar del autor, así que considera la ‘cultura’ un entretenimiento –más chic si quieres– que la reunión anual de Damas de la Caridad de tu provincia. Esto es lo que tiene la vida –y la cultura– de extraordinario, lo imprevisible que es. Por ello hay que insistir a los gobernantes: menos dinero en cultura y más en educación. De este modo tendremos una sociedad mejor educada y más culta.

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En el retrato de mi padre, dejado dormir durante varios meses pero ya casi acabado, he hecho algo que no suelo hacer: complacerme en los detalles. A medida que pintaba y lo tenía cogido sentía el impulso de añadir pinceladas cada vez más pequeñas, minucias que no son importantes ni añaden parecido. Creo que no hay una mancha de la edad en su cara y cabeza que no haya recogido. Era como volver a los tiempos de aprendizaje cuando te convenía pensar que menos no es más sino todo lo contrario.

Después, para resarcirme, he tomado pinceles muy grandes y pintado a borrones crueles el perro dormido.

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Cuando no estás entre los herederos de los bienes materiales aún quedan los del espíritu. Pero no pienses que no te los van a disputar con el mismo encono que si se tratase de fincas o dinero. La diferencia es que el hilo era por completo inasible: una vez muerto el maestro aparecen personas con las que nunca tuviste trato y cierran las puertas para siempre jamás. No queda ni el bienhechor acto de conmemorar juntos.

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Nunca me han hecho daño las personas valiosas. Cuando lo ha habido han sido las mediocres. A más mediocridad, mayor daño.

La persona que vale, que tiene brillo propio, no necesita nada de ti, salvo tal vez tu posible afecto y calor humano. La mediocre necesita todo lo que tengas: como te descuides también la cartera.

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Cuando eres muy joven serías capaz de cambiarte con gusto por otras personas, siempre que reúnan ciertas condiciones que anhelas para tu vida. Con más años te vuelves selectivo y ya sólo te cambiarías por unos cuantos a los que admiras profundamente. Sigue cumpliendo años y no te querrás cambiar por nadie.

No se trata de que sea tu vida lo que ya no quieres cambiar sino tu muerte, que es la única propiedad que de verdad tienes.

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De las cosas que escribía el diarista me gustaban las personales tanto como me aburrían los chismorreos. Dos cosas suyas que se me han quedado –y eso debo agradecerle– es el trozo del poema en el que describe a los curiosos del pueblo en la carretera ‘viendo pasar las provincias’, o sea las matrículas de los coches cuando lo indicaban. La otra es un momento en el que su padre, a cierta edad, le dice que ‘la vida ya está hecha’. Esa dureza de pórfido sólo puede tenerla un castellano del campo y resulta tan cierta como memorable.

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No es novedad que me gusta la pintura de Sargent. Sería más exacto decir que me gustan algunos cuadros tanto como me aburren otros. Me cansa su virtuosismo siempre puesto en evidencia, la avidez con la que pinta una y otra vez personas sin el menor interés pero que debieron pagarle muy bien por sus habilidades; el modo en que esconde la sensibilidad –más que demostrada en otras obras– refugiándose en el oficio y, muy en especial, ese afán por ser una suerte de fotógrafo de la pintura que va dejando souvenirs por donde pasa. Tal actividad frenética produce oficio pero también banalidad.

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Cuando estaba en la veintena de mis años me invitaron a un programa de la televisión nacional a pintar unos paneles de cara al público junto a otros pintores que, como yo, eran considerados entonces la crème de l’avenir. No recuerdo exactamente el número pero debíamos ser ocho o diez, tal vez menos.

Puse pie en pared y me negué sin titubeos. La gente del programa no pudo convencerme y tuve que decirles lo que, de haber respetado mi decisión, no hubiera dicho: que soy pintor y no payaso, y que no pinto para entretener a nadie. Me hubiera costado muy poco hacer lo que querían porque entonces yo pintaba –como en la peli de mi amigo Cuerda– ‘cuadros enormes’ y me los ventilaba en un rato. Pero en el mundo ya hay suficientes payasos, hampones y todos los demás jinetes como para subir al tranvía. No por puro e incorruptible sino por vergüenza. La misma, permítanme, que la del torero que se las veía con un bicho muy peligroso en una plaza de mala muerte y el subalterno le dice: –Alíviese, maestro, que aquí no le ve nadie. Y el lidiador responde: –Me veo yo.