El oficio de vivir sin recuerdos

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El oficio de pintor se puede enseñar. Y aprender. El arte no se puede enseñar sólo aprender.

Hoy se aborda este asunto desde el lado equivocado: el oficio es irrelevante y lo que debe enseñarse es el arte. Como se trata de un planteamiento absurdo y sin solución no les queda otra que poner el acento en el ‘proyecto’ o, más actual, el ‘relato’. Con esta pirueta rebajan la tensión al punto en que cualquiera ‘si tiene algo que contar’ –dicen mirando a un punto invisible– puede hacerlo sin la cortapisa de un oficio que, declaran, es patrimonio de todos y asunto del pasado pues está bien almacenado en los museos. Sencillo pero eficaz: se pueden financiar ‘proyectos’ y ‘relatos’ pero no aprendizajes de pintor que duran una vida.

La consecuencia inmediata es que el pintor es un mero corte estratigráfico y puntual mientras que la institución y sus guardianes aspiran a la intemporalidad. Incluso el discurso crítico en torno al arte trata de suplantar el objeto de estudio para mantenerse en el lado de la institución.

Lo paradójico es que tal perversión se realiza en nombre de la modernidad cuando es asunto monetario. En otras palabras: si el artista no se incardina directamente en la ferocidad de la ruptura o el ‘relato’ social, no es monetarizable y, por ello, arrojado al abismo. No se trata de César o nada sino de Duchamp o nada, con la consiguiente rebaja de expectativas.

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La academia fue un sistema de enseñanza completo y transmisible. En ella cabían personas de variados talentos naturales y todas podían progresar en el oficio y ser mejores de lo que inicialmente fueron. No es cierto que anulase a los buenos y destacase a los malos. En sí misma es, además, una selección natural.

Resulta interesante que se aboliese la formación académica en la pintura y escultura pero no en la música o en la arquitectura. La respuesta es de tipo utilitario: a un arquitecto se le caen las casas y un músico no podría cantar o tocar su instrumento correctamente, de acuerdo a una partitura.

En tiempo de los impresionistas seguía existiendo la academia pero, en ciertos casos, producía fruta en mal estado. Han sido ímprobos los esfuerzos de los historiadores oficiales por entroncar el impresionismo con la tradición, velando lo demás, malo y bueno.

El impresionismo es otro sistema aunque irracional y caótico, salvo cuando lo maneja alguien con mucho talento natural y utiliza las reglas sin esclavizarse a ellas. Dentro del impresionismo resulta muy difícil realizar obras dignas pues la tendencia es a todo o nada. Esto podría discutirse con obras delante, sin interferencias del mercado.

Hacía falta un Cézanne para que el sistema que abolía la academia ocupara el papel central en la falseada evolución que conduce al Arte Moderno. Dijo, o se le atribuye, que deseaba rehacer a Poussin del natural, una perfecta tontería. Algo que terminará por generalizarse –los artistas diciendo idioteces que pasan por genialidades–, pues Poussin ya partía del natural (qué otra cosa podría haber hecho) para ir de lo particular a lo general.

Cézanne plantaba su caballete ante la Sainte Victoire pero hubiera dado igual que la hubiese pintado en casa de memoria pues lo que hace es aplicar un sistema sui generis al natural, sin tener en cuenta éste salvo como fuente de ‘inspiración’. Hay pintores así: les gusta trabajar ‘ante’ el natural pero no ‘del’ natural. Digamos que la soledad del campo les ayuda a concentrarse o tienen gente insoportable en casa.

También la pintura tradicional, –es evidente–, ha de reducir el natural para poder pintarlo. La diferencia está en que, en esa traducción de la realidad a signo pictórico, el pintor se para antes de llegar a tal reduccionismo que resulte absurdo.

Picasso, el artista más representativo del pasado siglo, brinca de sistema en sistema. De la academia tuvo lo suficiente –sin alcanzar las cotas de excelencia que le atribuyen sus exégetas– para poder moverse por otros territorios. Con una gran inteligencia sabe cuándo está acabado el trayecto y debe cambiar de vía. A partir de la década de los 60 y hasta su muerte sólo pinta variantes.

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Los granadinos son muy dados a crear figuras de meter miedo. A mí me aterrorizaba los veranos, de niño y entre los recalentados olivos, el abanto melonero de cuya existencia y crueldad no dudaba. Suena ridículo por lo de los melones pero ponte en mi lugar –soledad interminable de olivares, silencio de chicharras locas– y ya me dirás si correr perdigones para agotarlos estaba exento de riesgos.

Yo mismo asustaba a mi hermano pequeño con otras dos figuras, menos imaginativas: el malvado Coliseo y su esbirro Filiforme. Se callaba y dormía tan pronto se los mencionaba, dejándome tranquilo.

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Estoy entrando en el olvido y soy consciente de ello. No creo que valga la pena vivir sin recuerdos.