Lloraría al recordarlo

Apiñados en una galeria que no hubieran pisado mientras las instituciones son ocupadas por los tigres que quisieron cabalgar entre aplausos.

Puedo ser patético pero tengo un rumbo, equivocado o no. Mío. Van a la deriva, penosamente y ninguneados por aquellos que ayudaron.

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En una película el personaje que hace Naomi Watts repasa trabajos de sus alumnos artistas. De pronto los tira al suelo enfadada y exclama: ¡Qué sé yo! ¡Cualquiera de estos chicos podría ser el próximo Rothko!

Exacto. ¿Cómo juzgar, cómo corregir, cómo enseñar?

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Veo un reportaje sobre la restauración del lugar en el que la tradición coloca el enterramiento de Cristo. Aceptada esa tradición que, como otras reliquias y lugares data de las Cruzadas, me pregunto si es necesaria la decoración. Cuánto más recogimiento espiritual sentiría uno de encontrarse ante un lugar vacío de signos, despojado de otros atributos que la propia losa y el silencio. La fe no debería necesitar muletas.

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A cuánta gente ha matado o dejado tonta la literalidad.

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Omnipresente pintura ‘fotográfica’. Aburrimiento sin paliativos. Pintura para literatos o aspirantes a ello. Banalidad, antipintura. Ver la mano del pintor, su forma de resolver el mundo y traducirlo a lo que de verdad interesa: un hombre, un temperamento, un yo oculto.

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Encuentro una foto de la escuela en la que tomé las primeras letras. Fue construida en 1880. En 1955 seguía lo mismo: sólo debieron cambiar los mapas y un niño flacucho que se sentaba aparte, cerca de una ventana.

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La gente admira a los grandes pintores, a veces por aquello que no pintaron. Por ejemplo los brocados en los vestidos, flores, frutos, arbustos y celajes. Para eso estaban los ayudantes, los maniquíes, los compases y compasillos, máquinas de sacar puntos y plomadas. Colocada la vestimenta en el maniquí y establecido por el maestro el modo de pintarla éste se desentendía del tedio. Que una cosa es pintar y otra el encaje de bolillos.

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Goldstein fue un violinista ruso que tocaba para los soldados durante la guerra. Lo llevaron a Stalingrado sin haber visto nunca el frente de batalla. La ciudad destruida, los cadáveres sin enterrar apestando el aire, los caballos devorados, la terrible NKVD disparando contra cualquier sospechoso de deserción o que no avanzase a la velocidad exigida.

Tenía prohibido tocar música alemana pero hizo caso omiso, pues pensó que nadie lo notaría. El sonido se dirigió mediante altavoces y también podían oírlo los combatientes alemanes. Goldstein tocó durante horas, olvidado de todo, en un silencio de muerte.

De pronto una voz llegó desde la línea alemana pidiendo que tocara algo de Bach. Goldstein tomó su violín y tocó una gavotte de las partitas.

Años después lloraría al recordarlo.

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